viernes, enero 28, 2011

Placer retardado.

Con mucha meticulosidad fue alargando el momento, con la certeza de que el placer sería mayor. Recordó el instante cuando por primera vez retardó voluntariamente el paso para llegar al baño, ese baño lejano, en aquella casa agrandada por la nostalgia, que era la casa de su abuela. Cuando por fin llegó, con el dolor ansioso de su cuerpo, el líquido dorado brotó en un torrente eufórico, agradecido de la liberación postergada. Placeres ocultos y raramente comentados, placeres íntimos que nunca se había planteado compartir.

Sí un acto tan natural como desechar la orina, tenía que ser ocultado, ¿Por qué compartir su emoción de haber alcanzado el poder? Estaba seguro de que podía al fin acercarse al placer de ser temido. Y a nadie se lo diría. En el fondo, sentía la misma vergüenza que cuando hablaba de orinar. De repente pensó que nunca lo diría, pero:
¡Cómo le gustaría regresar a la infancia!, -dueño como estaba de esa seguridad que nunca había tenido- y enfrentar, seguro de la victoria, a todos aquellos monstruosos niños que se agigantaban en sus pesadillas, en la misma casa agrandada por la nostalgia donde el placer de retardar la orina había tenido lugar.

Esa casa atemorizante en la que prefería caminar por los pasillos fríos y obscuros, en la noche plagada de espíritus en los que nunca había creído, en lugar de los pasillos espaciosos y soleados de la escuela habitada por amenazas reales y dolorosas.

En esa casa que todos temían, él podía pasar la noche con la cabeza vuelta hacia el cielo estrellado, con los pies descalzos sobre las losas de mosaico helado, protegido por la soledad inmensa. Todo, con tal de evitar las pesadillas de los sucesos vividos en las escuela, acrecentados en las noches de angustia. Cómo le hubiera gustado poder alargar para siempre la noche protectora, evitando con insomnios infinitos la posibilidad de amanecer un nuevo día y ver materializadas sus pesadillas, también habitadas con niños crueles como la lejana escuela soleada.

Lentamente abrió la puerta de su nueva oficina, cerró las cortinas, saboreó el instante y comenzó a llamar a los niños gigantes que nunca habían crecido.

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