Leyó un par de cartas. De esa manera fue como pudo presenciar todavía la entrada del dormilón, a quien sus hermanas aguardaban.
Entró por la puerta de cristales y atravesó en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta la mesa de sus hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto como en el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba ligeramente, con altanería y suavidad al propio tiempo, y su encanto aumentaba en virtud del pudor infantil, que por dos veces le obligó a bajar los ojos cuando miró en torno suyo. Sonriente, y hablando a media voz en su lenguaje sonoro y blando, saludó y se sentó. Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del niño. Llevaba una blusa ligera, de tela con listas azules y blancas, atada con una cinta de seda roja por encima del pecho y cerrada arriba por medio de un sencillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba muy elegantemente con el traje, descansaba de manera incomparablemente encantadora la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros, con sus cejas finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco de sus cabellos.
«¡Muy bien!», se dijo Aschenbach con esa fina destreza profesional con que a veces los artistas disfrazan el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de arte. Luego pensó: «Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras.»
Entró por la puerta de cristales y atravesó en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta la mesa de sus hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto como en el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba ligeramente, con altanería y suavidad al propio tiempo, y su encanto aumentaba en virtud del pudor infantil, que por dos veces le obligó a bajar los ojos cuando miró en torno suyo. Sonriente, y hablando a media voz en su lenguaje sonoro y blando, saludó y se sentó. Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del niño. Llevaba una blusa ligera, de tela con listas azules y blancas, atada con una cinta de seda roja por encima del pecho y cerrada arriba por medio de un sencillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba muy elegantemente con el traje, descansaba de manera incomparablemente encantadora la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mármol de Paros, con sus cejas finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco de sus cabellos.
«¡Muy bien!», se dijo Aschenbach con esa fina destreza profesional con que a veces los artistas disfrazan el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de arte. Luego pensó: «Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras.»
Thomas Mann
(1875-1955)
Premio Nobel de literatura 1929
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