De Munich a Roma, pasando por Marktl am Inn
MARC BASSETS - 28/04/2005 - 10.29 horas
Eran las diez de la noche del pasado domingo y mi compañero de habitación –un hombre en torno a la treintena, bigotito fino, pelo cepillo, incomprensible acento bávaro y un ligero parecido al cineasta John Waters, cuyo timbre del móvil era La cabalgata de las Walkirias– gritaba de alegría. “¡Venero a este hombre! ¡Venero a este hombre! ¡Lo he tenido a cuatro metros!”
Este peregrino procedente de un pueblo entre Augsburgo y Nürnberg, en Baviera, acababa de asistir a la entronización de Benedicto XVI, el Papa bávaro, y lo había visto de cerca mientras éste daba una vuelta en la Plaza de San Pedro con su Papamóvil. Todavía no se lo creía.
El entusiasmo era general. Como mínimo, entre el medio centenar peregrinos que el sábado, a primera hora de la mañana, salieron de Munich en autocar y, trece horas después, llegaron a Tívoli, en las afueras de Roma, donde durmieron, para levantarse a las cuatro de la madrugada, subir al autobús en la Piazza Venezia, andar hasta el Vaticano, apelotonarse entre la muchedumbre que esperaba la apertura de la plaza de San Pedro, entrar a la siete, esperar tres horas de pie, sudar bajo el sol, asistir a la misa de dos horas y después salir ordenadamente y hacer un poco de turismo.
Era el final de dos días extenuantes. Mi compañero de habituación no había perdido el ánimo. Como la mayoría de los peregrinos. Un grupo de personas predominantemente mayores. Los menores de treinta años eran un exotismo. Gente de orden. En el autocar no se cantaba –sólo durante el rezo del rosario– y, cuando empezó el viaje, diligentemente todos se ataron el cinturón.
Entre los pereginos había matrimonios, algún estudiante, un jovial militar que oficiaba de guía y jubilados, muchos jubilados. De política, se hablaba poco, durante el viaje. Y sólo para despotricar contra el Gobierno alemán, el canciller socialdemócrata Gerhard Schröder y el ministro de Exteriores verde, Joschka Fischer. Schröder y Fischer era el objetivo de los dardos. “Éste no tiene nada en la cabeza”, explicaba, al referirse a Schröder, un hombre que decía admirar a la Reina Sofía y que ya estuvo en Roma durante los funerales de Juan Pablo II. Que el canciller no tiene nada en la cabeza significa, entre otras cosas, que no es creyente, que se ha casado cuatro veces, que aunque el domingo asistiese a la misa del Papa Ratzinger poco tenía que hacer allí.
Otra opinión, recogida en la madrugada del domingo, camino de la plaza de San Pedro. Un peregrino, un hombre de 64 años que vivía en un pueblo del Tirol austriaco, con aspecto de excursionista, en buena forma física, me explicaba de forma didáctica que el problema de Alemania era que Joschka Fischer quería llenarla de extranjeros, extranjeros que después votarían a los socialdemócratas y los verdes, y que por eso ganaban las elecciones.
Dudo que todos los fans de Benedicto, como algunos de ellos mismos se denominan, pensasen así. En mi autocar también había muchas personas que se abstenían de opinar, y otras que veían al nuevo Papa demasiado conservador y no tenían claro si sería positivo para la Iglesia. Uno de ellos, que iba armado con una bandera bávara, con rombos blanquiazules, reconocía incluso que hasta poco antes de la elección de Ratzinger “no era un fan” pero que ahora, de repente, se había convertido en fan, y que aunque era incapaz de convencer a sus amigos, el tiempo acabaría por darle la razón.
La mayoría parecían situarse, políticamente, en la derecha, en una derecha muy tradicionalista y muy católica, que tan bien representa la Unión socialcristiana (CSU), el partido conservador bávaro hermanado con la Unión Democristiana (CDU). No es ninguna casualidad que Edmund Stoiber acudiese a Roma con una delegación de 150 personas. Tampoco es casualidad que Joseph Ratzinger, siendo cardenal, oficiase la misa del funeral del gran pontífice de la CSU, Franz Josef Strauss, uno de los personajes claves de la Alemania de la posguerra.
Berlín queda lejos de todo aquello. De Franz Josef Strauss, de Baviera, de Ratzinger y de la populosa y ajetreada Roma, que contrasta con la lentitud de Berlín, una ciudad de estudiantes, parados, artistas, políticos y jubilados, donde raramente hay tráfico y en las calles céntricas las bicicletas se mueven a cámara lenta.
Berlín, se quejan muchos creyentes, también es la ciudad sin Dios, con uno de los índices de ateísmo más altos de Europa. Esta ciudad refleja la tendencia general en Alemania: iglesias vacías, declive de vocaciones...
A la entronización de Joseph Ratzinger fueron decenas de miles de alemanes. Son muchos, es verdad. Pero en Roma estaban los convencidos. La Alemania real probablemente se parece más al Berlín indiferente a Benedicto XVI que al autocar de peregrinos. Es un país que recibió la elección de primer papa alemán en siglos con frialidad, sin muestras de júbilo, con artículos hipercríticos en la prensa seria sin la menor concesión al sentimentalismo. Incluso en Baviera, una de las regiones más católicas. Incluso en Marktl am Inn, la pequeña aldea bávara donde nació el Papa.
El miércoles 20 de abril por la mañana, unas horas después de conocerse que el nuevo Papa era de Marktl, la noticia en el pueblo, más que Ratzinger, era la invasión de periodistas. La plaza principal, donde se encuentra el ayuntamiento y la casa natal del Papa, se había convertido en un gran plató con periodistas norteamericanos, mexicanos, japoneses...
Joseph Kaiser, el párroco local, explicaba que sólo uno de cada cuatro habitantes del pueblo frecuenta la iglesia. Iglesia que, aquel día, estaba vacía. Dentro sólo se hallaba el sacerdote dando entrevistas a las televisiones de todo el mundo.
“¿Quiere que le diga una cosa?”, me dijo un habitante de Marktl am Inn. “A unos kilómetros de aquí, hoy también se celebra algo”. Aquel mismo 20 de abril, en 1889, en Braunau am Inn, a 30 kilómetros de Marktl, nació Adolf Hitler
jueves, abril 28, 2005
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